Mecido en los dulces brazos de La Masía, Víctor Valdés ingresaba sin permiso en la historia del Barça para consagrarse como el mejor arquero del Club. Fue distinto a todos. Fue la chispa de luz en medio de lo común. Lejos del ruido de fondo y de siluetas fantasmas sobre su figura, el cancerbero catalán delineaba en el Camp Nou el símbolo de un ídolo incomprendido en el tiempo.
“La esencia de la felicidad consiste en aceptar ser el que eres” caligrafiaba Erasmo de Rotterdam. Sin embargo, a Víctor Valdés le tocó ser ese alguien que nunca quiso ser. Centinela de tesoros foráneos, los tres palos escogieron a Víctor como el mejor guardián para su cubil. A la fuerza, por obligación y no por convicción, aquél niño que jamás quiso custodiar un arco acabaría convirtiéndose en leyenda.
Un cometido forzado
Remolcado por la insistencia de su hermano Ricardo, Víctor Valdés se iniciaba con tan sólo ocho años en las entretelas de una trinchera que tardaría muchos años en venerar. Sin compañero de fatiga al que lanzarle el cuero, Ricardo adjudicaba la desdichada tarea de atajar la bola a su pequeño hermano. Sin comprender el cómo y el porqué, aquellos peloteos en la puerta del garaje de su casa en l’Hospitalet marcarían el devenir de Víctor, condenado a convertirse, sin saberlo, en el mejor cancerbero de la historia del Barça.
Lejos de entender los entresijos de una función que acometía forzadamente, Víctor comenzaba a saborear la soledad de una posición tantas veces ingrata con su labor. Desde la distancia, abrazando con resignación su lugar sobre el tapiz, la angustia y la frustración asomaban en el horizonte mientras el resto de compañeros disfrutaba del festejo producto de un gol. Jarana, vítores y alegría para los demás. Para él quedaban los reproches, los gritos y los sermones de quién tenía por encargo impedirlos sin ninguna gratitud a sus espaldas.
Y es que el anhelo de cualquier infante encontraba en Valdés la excepción. Protagonista de un sueño ajeno, la persistencia de su padre y su hermano por forjar a Víctor bajo los tres palos marcaría la travesía de un niño que empezaba a deslumbrar, sin quererlo, al abrigo de un halo de claridad innato para tan temprana edad. Tallado con un molde especial, el FC Barcelona apenas tardaba en divisar la destreza de un ser de luz que acabaría por cincelar con sus propias manos.
La dura travesía hacia el Camp Nou
Afrontando con madurez la situación, Víctor Valdés decidía con apenas diez años forjarse al calor de La Masía. Programado hacia el proyecto de convertirse en futbolista, el meta de l’Hospitalet se instalaba en la pedrera azulgrana mientras los suyos fijaban su residencia en Tenerife. Lidiando con la dureza de extrañar a la familia y en plena batalla interior por sortear el drama del retiro lejos de los suyos, Víctor abandonaba vencido la academia cinco meses después. El Camp Nou tenía que esperar.
Víctor se marchaba de La Masía cinco meses después de entrar tras no sobrellevar la ausencia de su familia
Pero algo cambió el verano de 1994. Arrepentido por la prematura decisión tras ver en televisión a sus compañeros de antaño en plena disputa por un torneo, Víctor alzaba la voz para recuperar una plaza que le pertenecía. Dicen que los trenes sólo pasan una vez en la vida, pero Víctor siempre fue de grandes vuelos. Porque lo que es de verdad siempre insiste por encontrarte. Porque el miedo fortalece, porque de los errores se aprende. Porque la vida también da segundas oportunidades. Y él le ganó la partida.
Volátil, desplegando las alas con mimo esbozando su turgente figura en el aire, la vida volvía a pasar frente a sus ojos y no estaba dispuesto a dejarla marchar. Trabajando sin descanso ni treguas, una exhausta preparación conducía de nuevo a Víctor a las puertas de La Masía. Más disciplinado, pero inmerso en un papel que seguía sin pertenecerle, con 13 años el catalán retomaba su formación al resguardo de la cantera azulgrana.
Discernido con una personalidad marcada, la vida le obligó a crecerse frente a la adversidad. Transitando por los senderos de una auténtica penitencia hasta llegar al primer equipo, las puertas de la Champions League se abrían sin objeción alguna para abrazar el debut de Víctor Valdés con el primer equipo. Bajo el manto de la máxima competición europea, el guardameta se estrenaba a las órdenes de Louis Van Gaal el 14 de agosto de 2002 frente al Legia de Varsovia.
Inmerso en un mar de dudas tras sus primeras actuaciones y el riesgo de la inexperiencia frente a la demanda acabaron por relegarle de nuevo al filial. Valdés, dirigido por la rebeldía que aguardan los 20 años, se atrevía a desafiar al técnico holandés en un pulso de tú a tú entre ambos que acabarían con una multa para el canterano y unas disculpas públicas ante los medios por no presentarse a los entrenamientos. La vida volvía a mostrarle las dos caras de una misma moneda sin saber que aquel choque a corazón abierto se convertiría en el punto de inflexión necesario para regresar de nuevo al Camp Nou.
Siempre quedará París
Fue el vástago de Van Gaal, pero es a Frank Rijkaard al que le debe todo. La constancia y la firme creencia del holandés en las aptitudes de Víctor le permitieron perfeccionar una obra cincelada como divina. Siempre discutido y cuestionado, Víctor soportó el eterno juicio severo y atroz de la parroquia ‘culé’ sobre los arqueros, algo que sólo alcanzaron superar dos mitos del fútbol azulgrana como Antoni Ramallets y Andoni Zubizarreta. Desde la marcha del guardameta vasco, nunca un portero logró sobrepasar la criba de la hinchada. Hasta que llegó él, pero no lo sabían. Indiscutible en la pizarra para cualquier técnico, sus inicios en la garita del Camp Nou jamás estuvieron exentos de sospechas. Observado con lupa y analizado escrupulosamente por cada error, Víctor Valdés logró con trabajo y esmero acallar las voces de la discordia.
Perfeccionista, maniático y metódico, la actitud aparentemente altiva de Valdés mermaba el ánimo del siempre impaciente graderío. Pero eso jamás le importó. Pocos sabían que aquella muralla alzada a ultranza construía un engranaje de autodefensa. Pocos lograron percibir la grandeza de un guardameta que, durante más de una década, cambiaría la función de la garita en ‘Can Barça’. Decisivo, claro y maduro, el de l’Hospitalet consiguió imponer su calidad ante el siempre omnipresente ‘run run’ desde la tribuna. En una de las posiciones más ingratas sobre el tapiz, las reiteradas exhibiciones constantes poco tardaron en encumbrarle al lugar que le pertenecía.
Su bendición llegó la noche de París. Bajo el influjo de la Torre Eiffel como testigo, las luces de la ciudad gala apenas tardaron en encontrar su halo. Aquel 17 de mayo de 2006 marcaba un antes y un después en la vida del guardameta azulgrana. Fue su gran noche. La gran cita de París. Protegido por el encanto despojado en cada rincón de Sant-Denis, Víctor se erguía como el héroe silencioso en la final de la Liga de Campeones frente al Arsenal FC. Su herencia, la que comenzaba a transcribir esa noche, permitía al Barça romper un muro de 14 años sin conquistar Europa. Mientras los focos apuntaban a otro lado, un ídolo fuera de lo común en el desamparo del arco volvía a ser el principal artífice de la machada.
La gran actuación de París en 2006 consagró la figura de Valdés
El número uno
Sorteando con delicadeza la fama, Víctor Valdés se olvidó de eludirla sobre el campo. Gigante en el uno contra uno y dotado con una rapidez celestial bajo palos, la figura del canterano se dilataba en el tiempo. Forjado como muro indestructible a la salida del balón, el hábil flirteo del cuero con los pies marcaría un antes y un después en el estilo del Barça. Gracias a la llegada de Pep Guardiola consiguió disfrutar por fin de los placeres del fútbol, abriendo de par en par la mirada hacia un juego desconocido para él hasta la fecha. A la habilidad exquisita con las manoplas, perfeccionó un dominio con las botas inalcanzable para el resto de los mortales. Era el último defensa, el escolta protector a quién destinarle la bola. La opción más honesta para sortear la presión sin perder un sello impregnado con vehemencia.
Víctor era el lobo ermitaño guarecido en una cueva sombría. Esculpido con una pasta especial, nunca fue esbozado con las directrices estereotipadas de un ídolo común. A ritmo de ‘rock & roll’ venció en combate cualquier fuego enemigo. Indiscutible para cualquiera, Víctor se convertía en el portero soñado por todos menos por él. Nunca quiso serlo, pero jamás decepcionó como centinela del Barça. Un concertista de piano en solitario enjaulado en un campo que ahora, con retraso, añora su huella.
Superando a figuras de altura como Zubizarreta o Ramallets, Valdés se coronaba como esa estrella que nunca dejó de relumbrar. Un palmarés envidiable le respalda: 21 títulos y 539 partidos abrazan la historia de 'la pantera de Gavà'. Más allá de los números, la presencia perfecta desde el portal y el carácter de un capitán incontestable avalan la trayectoria de una auténtica leyenda. Además, sus cinco trofeos Zamora enaltecían la imagen de un portero curtido con puro ADN Barça que logró superar la marca de Miguel Reina cifrando su marca en 895 minutos sin encajar un gol.
Adiós a un mito
Se fue sin hacer ruido, con la misma sencillez con la que apareció. Decidido a no renovar su contrato con el club, Víctor Valdés se despedía de la afición azulgrana en 2014 tras 12 años al servicio del club de sus amores poniendo punto y final a una historia imposible de superar. A falta de un año para acabar su compromiso con la entidad, una lesión en el ligamento cruzado anterior de la rodilla derecha le apartaba seis meses de los terrenos de juego intentando ensombrecer una vida impoluta dedicada al Barça. Pero era imposible.
Valdés se marchaba del Barça en 2014 dejando una huella imborrable en el tiempo
Se fue como quiso y cuándo quiso, pues él se lo había ganado. Poco amigo del circo que envuelve el mundo de la farándula, las luces del espectáculo se apagaron para siempre en 2017 tras un paso fugaz por el Manchester United, Standard de Lieja y el Middlesbrought FC inglés. A sus 35 años colgaba los guantes, aquellos que sujetaron la gloria del Barça durante más de una década.
Se fue devorado por una hinchada hambrienta de arqueros que no supo apreciar la exquisitez de su figura. Los elogios llegaron tarde, cuando ya no los necesitaba. Desgastado por la obligación sobrehumana de brillar cada jornada, Valdés sufría en silencio cada día de su vida. Sin embargo, la coraza de aquel guerrero indomable para protegerse del mal ajeno le llevó a convertir en arte un suplicio prolongado en el tiempo. Se ganó la confianza de compañeros y de unos técnicos que jamás dejaron de alentarle. Transformó la eterna angustia de una afición que se olvidó de sufrir mirando la otra mitad del campo. Había garantía en la portería, sólo les faltaba la gratitud.
Nenhum comentário:
Postar um comentário